viernes, 12 de febrero de 2010

Capítulo 5 – La Batalla por Obsidiana

"A mi parecer, no hay nada más misericordioso en el mundo que la incapacidad del cerebro humano de correlacionar todos sus contenidos. Vivimos en una plácida isla de ignorancia en medio de mares negros e infinitos, pero no fue concebido que debiéramos llegar muy lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una orientada en su propia dirección, nos han causado poco daño; pero algún día, la reconstrucción de conocimientos dispersos nos dará a conocer tan terribles panorámicas de la realidad, y lo terrorífico del lugar que ocupamos en ella, que sólo podremos enloquecer como consecuencia de tal revelación, o huir de la mortífera luz hacia la paz y seguridad de una nueva era de tinieblas..."

H. P. Lovecraft "La llamada de Cthulhu"


 

— ¿Ahora vas a la guerra?— Le pregunta Camila al regresar su casa. Octavio se sorprende de la dulce preocupación en su voz. Su mirada de fuego azufre estaba apagada, y un susurro silencioso era todo lo que salía de su nívea garganta.

Octavio la ignora y continúa avanzando por el patio. Lentamente llegaba a las escaleras cuando Camila se enciende y encolerizada le llama la atención

— ¡No me ignores, gusano, y dime dónde será la invasión!—

Octavio no quiere tener que revivir esa horrible sesión del consejo. Hordas enemigas se aproximaban nuevamente por el Pasaje del Este, mientras un enemigo inesperado los atacaba por dentro. Y la horrorosa misión encomendada a él, la misión que abrirá nuevamente todas las heridas que con el tiempo ellos dos han sanado.

—Andrómeda— Expulsa él con horror. —Las Tercera y Séptima Legión atacaremos juntos Andrómeda—

Camila se paraliza de terror. Retrocede un paso. Su fiera mirada se apaga. Inhala.

Octavio comienza a caminar de vuelta a su habitación mientras ignoraba el pavor que manaba del vínculo. Mentira, sencillamente estaba huyendo de la realidad a la que se enfrentaba.

—Te acompañaré— Susurra Camila probando su enorme coraje. —Te ayudaré a ti y a tu legión a rescatar a Maya—

Octavio se detiene y la reprende. — ¡No lo harás!—

—Yo a ti no te hago caso—

Nada de odio. Nada de rencor. Nada era lo que detectaba Octavio por el vínculo. Solo temor brutalmente reprimido. Camila con calma hablaba, con suavidad pero determinación. El terror puro no era para ella un obstáculo. Estaba segura de que iría, y el general se percataba de que no la iba a disuadir de su decisión.

—Serás una mercenaria en mi guarda personal, estarás bajo mis órdenes directas y te mantendrás siempre junto a mí— Dice Octavio, más no termina sin una requerida amenaza. —Si desafías cualquier orden mía te ordenaré azotar en público—

Sin emociones Camila acepta el pago a Octavio.

Octavio no podía dejar de notar el cambio en Camila. Una extraña paciencia y amarga dulzura ocultaba un tempestuoso mar de flamas y terror que se arremolinaban por todo su pecho. Una explosión al borde de detonar. Un grito de dolor al borde de la opaca desesperanza. La última pizca de su cordura al borde de ser partida en dos.

Su preciada posesión se estaba silenciosamente obsesionando con una miserable campesina.

— ¿Cuál es tu historia con ella?— Pregunta Octavio preocupado ante el contraste de la personalidad de su compañera. — ¿Por qué tan empeñada en salvar tan asquerosa persona?—

Camila con paciencia le responde. —Ya ha sufrido demasiado, merece algo de paz—

—Le das falsas esperanzas a una chiquilla que nada en su vida ha tenido— Octavio sabe que Camila se guía por emoción, no por lógica. Tal vez Maya despertó el oculto lado maternal de la amazona, o tal vez ella busca una discípula para que sus espadas no se pierdan. O tal vez busca aceptación en un mundo que no se la puede otorgar.

Esa mujer es demasiado necia. Se aparta de ella para no discutir más.


 

— ¿Qué sucederá ahora?—

La gélida princesa de Aer le pregunta a su caballero esa noche. Ella se encontraba vestida en un traje rosado, con un lazo rosado en su cabeza, y su diadema brillaba contra la luz de las traicioneras estrellas.

En este pasillo, bajo la habitación de la princesa, era donde siempre se reunían para compartir información. Paris y la princesa habían entrado en una rutina desde que ella lo contrató nuevamente. Después de cada sesión del consejo él iba a reportarse con la señorita y daba su reporte.

Las tres criadas, con sus trajes blancos con franjas rojas y pequeñas boinas carmín, siempre la acompañaban. La caprichosa princesa no quería estar sola con el plebeyo, se rehusaba a darle falsas ideas o esperanzas.

Paris se mostraba arrogante y altivo ante la fría princesa, que apenas toleraba tal insubordinación. —Los tres reyes, sus majestades Melquior, Caspar y Baltazar han decidido atacar juntos esta nueva amenaza, lindura—

— ¿Legiones?—

—Su majestad Melquior movilizará toda la primera legión bajo su comando, su majestad Caspar está llegando con la segunda legión, mientras que su hijo el príncipe Ignacio lidera la quinta legión justo detrás. Estas tres legiones se movilizarán hasta el Pasaje del Este a atacar a las hordas de Terra que por ahí se aproximan. Su majestad Baltazar lidera la tercera legión y el príncipe Octavio lo seguirá con la séptima legión para atacar Andrómeda. Yo y mi hermano menor seremos asignados temporalmente a la tercera legión y pelearemos bajo el rey Baltasar—

— ¿Y la cuarta y la sexta legiones?—

—El príncipe Nerva y la cuarta legión se quedarán dónde están ahora, en Aldebarán, y servirán de guarnición para el resto de Aer y Flamma. La sexta legión no tiene líder- —

Las criadas de Elena, hiperactivas cómo siempre, interrumpen el reporte del caballero. —¿Por qué una legión entera se quedaría sin líder?— pregunta una.

Elena le pasa una fría mirada de desaprobación a la joven.

Es otra criada la que contesta aquella pregunta. —El rey Baltasar esta demasiado solito y no tiene a nadie a quien nombrar, no le queda nada de familia—

— ¡Pobrecito!— Exclama una tercera criada.

Paris decide ignorar ese comentario, sentía que insultaba a su rey tal piedad. —He oído cosas muy feas de esa diosa que esos paganos adoran, Cibeles se llama. ¿Sabes algo más de ella?—

—Poco— Miente Elena, mientras en su mente repasa lo que sabe de la orgiástica deidad frigia y su hijo-amante que moría y resucitaba gracias a tal ninfomanía. Los romanos por un tiempo la adoptaron hasta que escandalizados huyeron hacia otro dios, el de los judíos. Tal vez esta guerra era su venganza.

Paris rompe la concentración de la princesa. —Partiré junto con mi rey a luchar en Andrómeda, no estaré aquí en una o dos semanas. ¿Llorarás en mi ausencia, lindura?—

La princesa apenas toleraba tal falta de respeto. —Cuidado— Dice ella con frialdad.

Paris hace una venia y desaparece entre las sombras del castillo.

Elena se deslizaba sobre las piedras del castillo y con suavidad caminaba a su torre. Sus leales criadas la acompañan. Toda la política de la Alianza se le había complicado con estas nuevas revelaciones.

Por primera vez en meses los reyes Melquior y Caspar cooperan para un objetivo y amasan sus legiones reales a detener una invasión que los exploradores de Aer detectaron que vendría del Pasaje del Este. Se envía una legión como refuerzo, la Quinta de Ignacio.

Octavio y Lucio atacarán juntos al asentamiento que Terra tiene dentro de la Alianza, dentro del bosque maldito de Andrómeda. Los romanos suponen que ahí es donde se encuentra el líder, con una fuerza de más o menos cinco mil hombres, guarnecidos en la ruinas del bosque. Octavio y Lucio están en una fuerte desventaja por no conocer el terreno y la séptima legión es aún demasiado novata para ser efectiva. El peso del combate recaerá en la experimentada tercera legión del rey de Unda.

Las cuarta y sexta legión están esparcidas por toda la alianza cómo guarnición. Nerva y un manípulo entero de la cuarta legión están estacionados en Aldebarán, en el centro de la Alianza, por cualquier inconveniente que suceda.

Además, Nerva servirá de incentivo a ambos reyes para cooperar. Si algo le sucede a Maximiano entonces Nerva podrá fácilmente atacar Flamma, y si él se mueve contra Flamma entonces Ivo e Ignacio pueden fácilmente capturar a Maximiano.

No hay manera que algo salga mal.


 

Si en la tierra hubiera un lugar parecido al infierno ese sería Andrómeda.

El único lugar donde las legiones no ejercían su voluntad se encontraba al noroeste de Aer. En los mapas no aparecía cómo más que una inmunda mancha de sangre. Era una podrida amalgama de hongos tan altos cómo góticas catedrales, que tapaban con sus cadavéricos capullos toda luz del sol. Sus tallos fosforescentes emitían una malsana luz pálida que permitían ver la asquerosa tierra negra. Llamas de fuego fatuo flotaban por el viciado aire. Estas pequeñas chispas mística luz viajaban entre los tallos, y cualquiera que las persiguiera estaba condenado a perderse eternamente entre los capullos de aquella pudrición.

Desde kilómetros se veía la fosforescencia del bosque durante la noche, y en cada amanecer aparecían cadáveres de ganado y personas descuartizadas en las proximidades. Monstruosas huellas los rodeaban. En la noche se escuchaban extraños gemidos, aullidos y cánticos.

La séptima legión marchaba esa mañana por la carretera central que atravesaba el maldito bosque. Una ruta hecha de piedra negra volcánica, con runas gravadas en los ladrillos. En la Alianza no había volcanes, y las runas no estaban en latín, griego o arameo. Provenían de los primeros habitantes de estas tierras, mucho antes de los romanos o los bárbaros. Provenía de mucho antes de la era del hombre.

Fuego Fatuo brillaba por todos lados. Miles de pequeños orbes de luz incandescente flotaban alrededor del ejército en movimiento. Pequeños espíritus intentando guiar a los incautos a su perdición en las oscuras profundidades del bosque maldito. Esas luces y los tallos fosforescentes eran todo lo que alumbraba la oscuridad total.

Los dos comandantes y sus guardias estaban cada uno en un extremo de la larga fila de legionarios. Octavio en la retaguardia, Lucio en la vanguardia. Junto a Octavio se encontraba una pequeña guardia del general, entre la que destacaba Camila, una mercenaria contratada por el general en persona.

Las dos legiones serpenteaban por el curvo camino negro de Andrómeda, bajo la sombra de los pálidos capullos blancos de los monstruosos hongos del bosque maldito. Cinco mil soldados aliados que se preparaban para atacar las puertas del mismo infierno.

Entre las sombras de la putrefacción los soldados escuchaban los aullidos y gemidos de sus oponentes, que lentamente esperaban al enemigo que hacia sus puertas avanzaba. Aullidos ferales y carcajadas aparecían entre la oscuridad del bosque.

Los tallos se esparcían. Dorada luz comenzaba a aparecer. Muros derruidos de bloques de fría piedra caliza aparecen quebrados entre los tallos. Torres de piedra que eones eternos habían desgastado y que ahora parecían asimilados por Andrómeda. Una enorme ciudad abandonada antes del comienzo de la humanidad. Ruinas inmensas que fertilizaron el bosque maldito por la eternidad.

Pero las vastas ruinas eran un pequeño detalle ante la inmensa estatua en el centro de la ciudad devastada. La monstruosa estatua de la pagana Cibeles se levantaba cientos de metros sobre las antiguas ruinas. Se mostraba cubierta en una estola romana y una capucha, sobre su cabeza una enorme corona de murallas. Sus brazos extendidos a cada lado, y su cara observaba al sol morir. En las palmas de sus manos cargaba unos pequeños fortines, igualmente en su corona.

La inmensa estatua era una fortaleza impenetrable.

Había sido tallada de una montaña entera que antes existía ahí. Tallada por caprichosas estrellas en tiempos sin memoria.

Los soldados detiene su imperativa marcha y anonadados de terror puro ante la macabra estatua. No podían creer el tamaño, las proporciones. Estaban paralizados de asombro y de pavor. Estaban congelados de miedo y de desconcierto. Algunos tropiezan y caen encima de sus compañeros. Pero su mirada no apartaba del satánico monumento.

El rey Baltasar, a la vanguardia, no detiene su marcha, y observa a sus legionarios veteranos hacer el ridículo cómo niños pequeños. Regresa y junto a su corcel negro Ofiuco los observa a todos tras su cerrada visera. Los centuriones se estremecen e inmediatamente ordenan una marcha forzada para calmar los ánimos. Cuando las primeras líneas comenzaron a moverse los soldados menos experimentados comenzaron a sentirse con suficiente coraje para levantarse y caminar.

Pero después de los veteranos de la Tercera Legión llegan los novatos de la Séptima. Estos chiquillos quedan boquiabiertos ante tal muestra de poder. Sólo continúan caminado porque no se atrevían a detenerse.

Finalmente llegan Octavio y su guardia en la retaguardia. Octavio se impacta, pero no se detiene. Igual Camila. Total ya habían visto esto antes, cuando eran niños, y entonces casi se mueren de un ataque cardíaco.

Las legiones avanzan hasta rodear la ciclópea estatua. La estatua en vez de pies contenía un cono que se reducía hasta llegar a las rodillas, en la base de ese cono estaba una muralla en la que consistía el primer nivel de defensa, esa muralla tenía detrás la entrada hacia la enorme estatua-fortaleza, colmena de estos paganos.

Y en algún lugar oculta se encontraba Maya.

Las ruinas se erigían siniestras en un herbazal circular en el centro del Bosque Negro de Andrómeda. Su gloria había desaparecido mucho antes, para la era de los humanos ya no eran más que unos ladrillos apilados unos encima de otros, con los hongos circundantes asfixiando lentamente las pocas estructuras en pie que quedaban. Los solitarios ladrillos contaban la historia de esta privilegiada civilización en el silencio de su cemento gris, las voces de sus habitantes desaparecidas hace eones. Un cementerio sin lápidas y sin epitafios.

—Yo me encargaré de esta puerta— Comenta Lucio a su antiguo amigo. —Octavio, rodea al oponente y ataca la puerta posterior—

Atravesar las horrorosas ruinas le tardó a la séptima legión más de una hora. Con sus arietes y torres viajaban por las antiguas avenidas, el color rojo de la legión parecía sangre corriendo a través de los ductos que formaban las huecas avenidas.

Octavio se posiciona frente a sus tropas.

Una bandera al lado opuesto demuestra la confirmación de Lucio. Sus tropas arremeten contra los muros de la negra fortaleza a los pies de la antigua deidad. Octavio desenvaina sobre su caballo, levanta su brazo al cielo y baja su espada hasta su presa.

— ¡Es hora de demostrarles a estos paganos el verdadero poder del único y verdadero Dios! ¡Es hora de destruir a Terra de una vez y por todas!—

La Séptima legión se moviliza contra el monumento.

Él suelta un grito sangriento que el resto de la legión imita. Un sonido retumbante indica que las legiones comienzan a marchar a través de las ruinas de Andrómeda. Las centurias cerraban el cerco alrededor de la fortaleza. Octavio, junto al leal Orestes y a la impredecible Camila, cabalgaba lentamente en frente de la marejada de metal. Junto a él un ariete con veinte hombres que se dirigía a la puerta. Octavio y su guardia se quedan en posición mientras sus soldados lentamente avanzan.

No mucho tuvo que pasar hasta que comenzó a ver flechas enemigas lloviendo cerca de él. Venían de los muros frontales y de alto en el cielo. Las que provenían de los fortines en los brazos de la estatua comenzaban a atravesar carne romana. Tal altura les daba una inconcebible velocidad.

— ¡Formación testudo!— Exclama Octavio. Inmediatamente la organización del ejército romano salió a relucir. Cornetas sonaros y tambores repicaron, y los soldados acataron la orden que las señas acababan de otorgar. Los soldados detienen su marcha y se comienzan a acercar en una formación más comprimida. La línea frontal de cada grupo de 20 personas junta todos sus escudos a altura del pecho. El resto de los soldados levantan sus escudos en aire, uniéndolos para formar un techo contra los misiles enemigos. Comienzan a avanzar de vuelta. Ahora eran invulnerables a las flechas. El cerco se reducía mientras los soldados se acercaban.

La lluvia de flechas caía sobre los romanos, pero las fatalidades eran bajas gracias a su entrenamiento. Los legionarios no mostraban ninguna emoción mientras lentamente avanzaban hacia los muros.

Tras una tensa caminata el ariete se posa sobre la puerta. El ariete era un tronco de madera con unas agarraderas, desde donde se sostenía y se le hacía chocar contra la puerta. El sonido retumbante de madera golpeando contra madera serpentea a través de las olas de los atacantes.

Mientras el ariete golpea la puerta un líquido caliente se vierte sobre él. Un olor a fritura inunda el aire y los gritos de un soldado desafortunado quien recibió el líquido de lleno.

— ¡Aceite Hirviendo!— Exclama uno que se salva. Soldados frescos reemplazan a los heridos y continúan golpeando la puerta de madera. Ese soldado poco después recibe una piedra en la cabeza, gracias a uno de los muchos defensores que se rehusaban a dejar que los sacaran a patadas.

Escaleras comienzan a posarse sobre los muros y soldados romanos empiezan a subir por ellas. Los defensores bárbaros intentan tumbarlas, algunas escaleras caen al suelo con legionarios impactando el piso con todo el peso de la gravedad. Los arqueros enemigos se concentran en los que comienzan a subir viendo que sus escudos no los podían proteger. En la puerta se continuaba friendo a los que intentaban manejar el ariete.

Una enorme mole de madera con ruedas se dirige lentamente hacia al muro. Tenía una altura de casi cinco metros. Su cobertura de cuero mojado impedía que se incendiara. Pesadamente se acercaba al muro. Los arqueros bárbaros comenzaban a lanzar flechas de fuego hacia la madera, pero unos soldados adentro apagaban las llamas con unos cubos de agua. Mientras más se acercaba la torre más los guerreros salvajes se preparaban para el impacto. La torre llega hasta el muro y suelta estrepitosamente una plancha de madera sobre los arqueros. Esa plancha de madera sirve de puente para que los soldados dentro de la torre de sitio suban al muro.

Uno de los primeros en llegar al muro fue Yocasta. Ella seguía disfrazada bajo la armadura de su hermano y no mostraba piedad ante los bárbaros que veía. Su timidez había desaparecido al ver a su enemigo, una ira incontenible la cegaba. Ella carga sobre el muro antes que su unidad y comienza a cobrar víctimas con su gladius. Un espadachín se le acerca, ella lo golpea con su escudo y él cae al abismo. Llega a donde un arquero y lo degüella antes de que se dé cuenta de lo que le pasó. Yocasta continúa avanzando mientras su ira la continuaba incendiando sobre la multitud.

Cleopas y su unidad avanzan por la dirección opuesta. La insubordinación de Yocasta causó que Cleopas tuviera que mantenerse en primera fila. Con un corte reclama una vida, más los bárbaros se comenzaron a acumular frente a él y su progreso se fue reduciendo. Le clava una espada a un oponente en el estómago y avanza un paso más adelante.

Alphaeus, un auxiliar alto de piel morena, estaba al lado de su amigo Cleopas. Le clava su lanza a un bárbaro y luego la arranca de su carne, el bárbaro cae muerto. Mientras las dos líneas se cerraban su lanza perdía efectividad. Una estocada a corto alcance causa que su lanza de madera se rompa a la mitad. Un hacha viene a golpearlo, Alphaeus responde al bloquear con su escudo y al desenvainar un pequeño puñal. Con el puñal ataca el brazo de su oponente, cortándolo en el antebrazo extendido, arranca el puñal y continúa con un ataque al cuello, causando una herida mortal y otro cadáver más apilado sobre el muro.

Ajax estaba a la cabeza del ariete frente a la puerta. Junto a él todos sus legionarios impulsaban el ariete hacia la puerta. Los operadores del ariete lo agarran, caminan hacia atrás y embisten a la puerta. Ajax ignoraba el dolor de la lluvia de aceite y el desagradable olor a carne frita. Su misión era abrir esta puerta a cualquier costo

PAM. El ariete logra tumbar la puerta y los soldados Romanos, liderados por Ajax, Cargan adentro. Son prontamente amortiguados por una división de bárbaros. Los detuvieron a pocos metros de la puerta y los rodearon.

Las dos formaciones de infantería chocan detrás de la puerta. Ajax estaba al frente. Él mueve su escudo y con un corte de su espada acaba con la vida de un oponente. Dentro de la puerta el ambiente era asfixiante, la presión de los dos ejércitos se concentraba en un punto muy pequeño. Ajax sentía su movilidad reducirse tras cada segundo. El ruido de fondo era ensordecedor, cientos de vidas siendo perdidas en un ejercicio de poder, astucia y suerte. Su sonar estaba fallando por el ruido excesivo. Se ve forzado a utilizar Tacto. Extiende su brazo. Toca una armadura. Cuero. Decapita al portador. Toca otra armadura. Se siente brillante. Romano. Toca una tercera. Áspera. Lo descuartiza.

Por el otro lado de la fortaleza las cosas no se veían mejor. Ya el ariete de Lucio había abierto la puerta, pero su torre de sitio estaba en llamas. Lucio estaba justo afuera del alcance de las flechas, viendo el paisaje en silenciosa contemplación.

El ataque a la puerta del lado de Unda estaba liderado por los hermanos Paris y Héctor Aras, ambos peleaban lado a lado en una muestra de sincronía fraternal. Sus dos penachos azules resaltaban sobre el ambiente de desolación a su alrededor. Estaban siendo aplastados por las dos marejadas de soldados que se apretujaban en la puerta este, pero eso no los impedía blandir sus espadas.

Paris corta a un lancero que se había quedado obsoleto por el reducido espacio. El gladius se rompe por la posición incómoda en la que penetró. Paris suelta su inútil empuñadura y agarra uno de los pilos que tenía en su espalda. Ataca a un bárbaro con una claymore, una espada con una hoja de un metro, y le atraviesa el estómago con el pilo. El pilo se rompe por el espacio reducido. Paris suelta el pilo y agarra la claymore. Con su nueva arma comenzaba a cortar la línea del frente, su cabello largo ondulando tras cada estocada. En la conmoción suelta su escudo y aprende a usar esa nueva arma con la que pronto se encariña.

Su hermano menor, Héctor, peleaba a su derecha. El cortaba la línea frontal enemiga con su espada, cosechando las vidas frente a él. Estaba realizando su trabajo y él se sentía cómodo con su progreso al clavarle su gladius a un oponente.

Las fuerzas bárbaras se estaban retirando dentro de la fortaleza, cada segundo perdiendo espacio. Los heroicos soldados de la alianza estaban haciendo retroceder a los enemigos. Los romanos logran escaparse de las puertas, ambas puertas, y logran entrar al patio central. La batalla cambia, desde una claustrofóbica pelea de corto alcance a una pelea abierta en el patio de las ruinas negras.

No dura mucho, porque el estruendo de una corneta en medio de la ciclópea estatua hace que todos los paganos se esfumen y huyan hacia las puertas del monumento. Las legiones rodean las puertas y traen sus arietes. Paris encuentra un tronco abandonado en medio del suelo, y ordena a una división blandirlo contra la enemiga puerta de roble. Comienzan a arremeter contra la puerta. Golpe. Golpe. Golpe. Golpe.

La puerta se abre y la Tercera Legión entra en las oscuras entrañas de la pagana diosa. La Séptima tarda un poco más en entrar a las oscuras venas de la estatua. Las puertas se estaban abriendo y los romanos entraban dentro de la guarida enemiga.


 

— ¡Primera Centuria, manténganse juntos! No permitan que los laberínticos- —

Cleopas en nuevamente interrumpido cuando uno de sus solados, Rogelio, apunta frente a él. — ¡Enemigos! ¡No otra vez!— Rogelio era un soldado brillante, aunque quejumbroso y altamente caprichoso. — ¡Por qué tienen que venir hacia mí!—

Cleopas y sus mejores soldados cargan hacia el enemigo. Por las delgadas y serpenteantes escaleras subían a través de las piernas de la Diosa. Cleopas lideraba la línea del frente de la Séptima Legión.

Suben una escalera, y la pavorosa imagen que se encuentran a su alrededor los paraliza. Arriba de la escalera estaba una enorme bóveda que abarcaba todo el vientre de la deidad, una enorme colmena de paganos y salvajes. Estaban ellos sobre una pequeña pirámide plana, con cuatro escaleras que bajaban por los cuatro puntos cardinales. La enorme colmena a su alrededor, los paganos cómo míseras hormiguitas, se movía hacia ellos.

— ¡Rogelio, cubramos el norte!— Ordena el centurión —Alphaeus, agarra a tres hombres marcha por el sur- —

Alphaeus interrumpe y asiente. Él y sus hombres se forman al sur. Otros legionarios, mientras salían del horror de su ubicación, se posicionaban tras ellos y se formaban.

Los bárbaros llegan a la pirámide y atacan a los legionarios. Cleopas y su cuadrilla continúan emergiendo desde el interior de la estatua y comienzan a empujar al oponente hacia la colmena.

En el piso de la enorme bóveda se comienza a librar una enorme batalla campal.


 

Paris y Héctor se intentaban mantener juntos para no perderse dentro de los enmarañados pasillos. Después de tanto tiempo en la oscuridad de esa colosal estructura, y de perderse en la colmena dentro del vientre de la estatua, salen por el hombro de Cibeles. Un enorme balcón al aire libre. Un puente de piedra que llevaba al fortín en la palma de la mano de la diosa.

Ellos dos y media docena de soldados azules cargan a través del delgado camino. Un largo puente de piedra. Flechas caen sobre ellos. Varios undanos son derrotados.

— ¡Testudo!— Grita Paris. Cuatro legionarios lo rodean y forman un muro de escudos, dos más y Héctor levantan sus escudos sobre la primera fila. Comienzan a caminar.

Paris se sentía avergonzado de haber descartado su escudo por una enorme espada. Las flechas sobre ellos continuaban cayendo, pero se clavaban inofensivamente en los escudos azules.

Una docena de paganos atacan la formación por el frente. Dos legionarios frontales se apartan y Paris aparece, blande su enorme espada y decapita a uno que demasiado adelante había avanzado. Los dos legionarios retoman formación.

Con sus brazos derechos los legionarios de Unda desenvainan. Los cuatro frontales golpean en sincronía con sus escudos. Estocan con sus espadas. Dos enemigos más caen. Paris guillotina con su espada por una pequeña abertura que los dos legionarios frontales dejaron. Otro más cae.

Las flechas no dejan de caer sobre los escudos de Héctor y su retaguardia. Refuerzos avanzan desde el fortín. Los enemigos se apiñan frente a la formación.

— ¡Empujen!— Exclama el centurión y la docena de legionarios se apiñan sobre los escudos de la vanguardia. Gimen y dan un paso. Gimen y dan otro paso. Los paganos golpeaban los escudos con todo lo que tenían, pero nada detenía el avance de Unda.

Se encontraban en el codo de la diosa cuando más refuerzos cargan por su retaguardia. Iban a ser rodeados. Héctor y la segunda fila de legionarios se voltean.

— ¡Presenten Pilos!— Exclama el hermano menor. Los tres legionarios traseros acatan la orden y levantan sus jabalinas. —Fuego— ordena con frialdad y los soldados lanzan sus armas, acabando con dos soldados y arruinando el escudo de otro. Héctor falla. — ¡Carguen!— Dice él y corren los dos metros que los separaban del enemigo. En el fuerte impacto dos paganos tropiezan sobre sus compañeros y los legionarios los acaban antes de tocar el suelo.

Héctor bloquea una maza sobre su cabeza con su escudo. Rápidamente golpea con su escudo al perpetrador. Soporta el golpe. Golpea a Héctor con su maza. Le da en el hombro derecho, pero la armadura absorbe gran parte.

La inexperiencia de Héctor le dificultaba la batalla.

Las flechas dejaron de caer, los enemigos tenían miedo de lastimar a sus aliados con los punzones.

La vanguardia continúa empujando. Paris se apoya sobre dos de los escudos y ayuda a empujar. Un bárbaro lo ataca con su lanza sobre los escudos. Paris reacciona con velocidad, evade el golpe y con su espadón corta el arma.

La retaguardia podaba lentamente a los remanentes de la tercera ola. Cuando quedaban dos Héctor oye un silbido detrás de él. Otra lluvia de flechas. — ¡Flechas por atrás!— Exclama él, y sus soldados inmediatamente se voltean, arrodillan y levantan sus escudos. Las flechas caen sobre ellos. Los paganos remanentes son agujereados instantáneamente. Un legionario que tardó en acatar la orden se encontraba moribundo con un hueco en la carótida. El mismo Héctor recibe un flechazo en su rodilla. Héctor arranca la varilla e intenta olvidar el dolor.

La vanguardia de Paris se arrodilla y se escuda de las flechas, la primera línea enemiga cae sobre ellos muerta. Paris realiza una maniobra desesperada, ataca la línea frontal y se arrodilla frente a un oponente, quien recibe todas las flechas que a él le tocaban. — ¡Testudo!— exclama Paris.

Los legionarios que aún sobreviven se forman nuevamente en una columna con tres en fondo, de dos filas. Paris en el medio de los escudos, Héctor tras él. Avanzaban lentamente y acababan con los pocos enemigos que aún quedaban. Las flechas aún caían, pero los soldados enemigos se retiraban dentro del fortín.

Lentamente caminaban por el puente en el aire, las flechas sin hacerles ningún daño. Llegan a la puesta del fortín sobre la mano derecha de la diosa. Flechas y piedras caían sobre sus escudos. La puerta de Madera estaba cerrada.

El fortín no era más que un pequeño cubículo de muros de piedra posado sobre la palma de la mano de la Diosa. En el muro de la puerta había una rampa que iba sobre la entrada, y que formaba un túnel que había que pasar para entrar. Los otros tres muros estaban atestados de arqueros que disparaban hacia el suelo, cientos de metros bajo ellos. Tal altura le daba fuerza mortal a aquellas flechas. Y lo veteranos arqueros de Terra eran capaz de darle a un objetivo a aquella distancia.

Dos de los legionarios de la primera línea rompen formación y en sincronización golpean la puerta. Arremeten una segunda vez. Y una tercera. La puerta se rompe en el medio. Los dos legionarios patean la puerta y un hueco se abre. Un legionario se agacha y entra, escudo levantado, y en formación se mantiene mientras un segundo pasa a través de la abertura. Nadie los ataca. Avanzan. Paris es el tercero. Los tres avanzan a través del túnel de entrada del fortín. Flechas del muro opuesto llueven sobre ellos tres.

Héctor y los otros dos legionarios que sobreviven se forman en la retaguardia. Forman otra vez un testudo y salen al patio del fortín.

Flechas les llueven por todas direcciones. Otro legionario cae en el fuego cruzado. Una docena de arqueros disparaban sus flechas a todo su alrededor. Los tres legionarios y Héctor forman un pequeño cuadrado de escudos y el desprotegido Paris se queda en medio.

Ellos no pueden sobrevivir otra oleada de flechas. Ellos no pueden retroceder.

— ¡Ataquen!— Exclama Paris mientras el enemigo carga sus flechas. Los legionarios no dudan y cargan cada uno contra un punto cardinal distinto. Los arqueros bárbaros se desesperan y desenvainan sus cuchillos y espadas cortas. Tres arqueros y un soldado regular contra cada legionario.

Y Paris carga contra un alto pagano que en el centro se encontraba. Inmediatamente lo reconoce. El que fue capturado en Antares. El que se liberó de la prisión de Aer. El que lideró el ataque al Campus Marcia y el que tuvo de rehén al mismo rey.

Aparentemente Feargus lo reconoció a él también. —Bienvenido a Terra— le dice a Paris.

Aves volaban a su alrededor. No, no eran aves…eran asquerosos demonios negros alados, que lanzaban alaridos mientras los soldados avanzaban sobre ellos. Levantaban vuelo a su alrededor y anidaban bajo los cadáveres que comenzaban a cubrir las manos de la diosa.

Paris corta contra el oficial, Feargus evade y ensarta con su lanza. Con un movimiento Paris bloquea y contraataca. Feargus es más rápido, evade. El centurión no detiene su pesada espada. Cercena todo el aire alrededor de Feargus.

El pagano evade una estocada de Paris. Da un paso hacia un lado. Golpea con su lanza la pierna del centurión. Paris pierde el equilibrio. Feargus retrae su lanza, prepara para estocar.

Héctor bloquea con su escudo el golpe mortal.

Paris corre alrededor de su hermano menor y con agilidad rodea al comandante enemigo.

Feargus intenta empalar a Héctor. Héctor y su robusto escudo deflactan todos los ataques del pagano. Paris corta por la retaguardia. Feargus evade. Golpea con la culata de su lanza. Héctor intercepta. Estoca con su gladius. Feargus bloquea con el centro de su lanza. Paris ataca por atrás. Feargus lo patea. Héctor rompe la lanza.

Paris guillotina al oponente y derrama toda su sangre en el piso.

Observan a su alrededor. Los otros legionarios acababan de limpiar el fortín. —Descansemos y retengamos la posición— Comanda Paris.

Héctor lo regaña con disimulo. —Deberíamos apoyar a nuestros aliados— dice él.

Paris lo ignora, envaina su espada y se sienta a descansar. Héctor odia la irresponsabilidad de su hermano mayor.


 

Octavio y su guardia se mantienen en la retaguardia del avance. Ni siquiera habían desenvainado. Por las escaleras subían y encontraban los cadáveres paganos apilándose a su alrededor. Camila, en su ira infinita, había agarrado una gigantesca hacha bárbara de dos manos con la que reemplazó su lanza, para filetear con ella al primer animal que se encontrara. S deseo no se cumple.

Ya la guardia se había dispersado por los pasillos. Sólo quedaban Octavio, Camila y Orestes.

Se encontraba en algún lado de la nuca de la Diosa cuando encuentra a Cleopas estacionado en una sala bajo una escalera. Lo acompañaban varios de sus legionarios, incluyendo el quejumbroso Rogelio en una esquina descansando y el alto Alphaeus viendo por la inmensa altura de una ventana en la habitación.

— ¿Por qué descansan?— Pregunta Octavio ante su centurión.

—He enviado exploradores a investigar la cabeza de la estatua, señor, pero no han podido regresar. Mi teoría es que- —

Camila corre hacia la escalera. El general le ordena detenerse pero ella lo ignora. Octavio corre tras ella, seguido de Orestes, y se detienen al salir del pasillo y entrar en el asombroso fortín en la parte más alta de la estatua.

Era un balcón en el tope de la cabeza de Cibeles, una enorme corona de murallas que se levantaba varios cientos de metros sobre el suelo. La espectacular y aterradora vista paralizó a los tres nobles. La fresca brisa refrescaba la calurosa tarde.

Al otro extremo del gigantesco balcón se posaba un hombre, espada envainada y observando al infinito bajo sus pies. Varios cadáveres se posaban a sus pies.

El trío no duda en cargar contra el oponente. Justo cuando iban a llegar a él un destello de obscuridad interrumpe sus movimientos.

SLIIIIINNNG….

El bárbaro deflacta con su diabólica espada larga los tres golpes en un solo movimiento. Ahora el bárbaro estaba cuadrado en posición de combate con su espada larga frente a él.

Octavio observa la negra espada. Un escalofrío le recorre toda la espalda. La demoníaca espada tenía más de un metro de largo y era un color negro brillante. Octavio reconoció el material, piedra volcánica obsidiana, la cual crea los bordes más afilados conocidos por la humanidad. La hoja de la satánica espada estaba cubierta de dientes que penetraban fuertemente en cualquier armadura y brutalmente arrancaba trozos de piel si te tocaba. Entre la empuñadura y la hoja estaba burlándose una calavera humana, el hueso mantenía la cruz de la espada fija. Esa Calavera parecía burlarse de Octavio, parecía saber algo que Octavio ignoraba. Octavio inmediatamente se enemistó con esa maligna espada de color negro.

—Niños insolentes— Ladra el portador de la malvada espada. —No deben atacar a un rival por detrás mientras no está observando—

Octavio intenta un corte con su espada corta y Orestes ataca por otro flanco. Con dos cortes veloces el bárbaro los bloquea y corta hacia Camila. Ella evade el golpe. Con todas sus fuerzas ella blande la enorme cuchilla en el aire y danzaba con el enorme contrapeso. Octavio y Orestes se alejan de tal ataque. El cacique evade los golpes. El aire a su alrededor era rebanado en mil pedazos por una enorme arma. Falla todos los golpes.

—Son estúpidos al intentar atacarme— Sonríe el hombre mientras hábilmente bloquea un corte de Orestes y responde con un corte hacia Octavio. — ¿No saben quién soy yo? Soy Attis, rey de Terra, y esta es mi espada, la Obsidiana—

Camila guillotina nuevamente. Octavio realiza una estocada con su espada corta. Es repelido. Attis contesta ese ataque con una estocada. Orestes la recibe en su brazo izquierdo. Atraviesa su escudo y comienza a sangrar.

El cacique otorga un codazo en la cara de Orestes que lo tumba y lo deja inconsciente.

— ¡Retírate!— Exclama Octavio. Pero Orestes ya se encontraba en el suelo. Era incapaz de oírlo. Estaba fuera de combate.

La enorme tormenta de cortes de la negra espada comenzaba a atravesar las defensas de Octavio y Camila. Era demasiado rápido. Ambos perdieron toda capacidad de ataque y se habían resignado a intentar bloquear los impactos.

El hacha de Camila cede finalmente y se rompe a la mitad. Queda con un pequeño palo de madera, pero la velocidad del enemigo no la dejaba soltar su inútil arma. Octavio se atrinchera detrás de su escudo y pierde toda ofensa de su espada, la cual se había quedado bloqueando los golpes que su escudo no podía.

Octavio se estaba desesperando. Tenía solamente una última opción. — ¡Camila, sincronización ahora!— Ordena mientras bloqueaba los tres cortes con su escudo.

— ¡No lo vamos a hacer!— Camila bloquea un corte con su pequeña vara de madera. Apenas podía mantenerse al ritmo de su oponente, menos podía desenvainar sus espadas. — ¡Prefiero ser derrotada!—

— ¡¿Prefieres morir, maldita?!

Ella aún estaba aterrada de la extraña demostración de voluntad que el vínculo mostró durante el corto combate en Antares. Ella y Octavio ambos perdieron todo los que los hacía humanos y se transformaron en sanguinarias máquinas de matar. Ella no quería perderse nuevamente en esa sensación de sanguinaria destrucción.

Pero opciones no le quedaban.

Camila desbloquea su mente. Octavio desbloquea su mente.

Attis realiza un corte transversal cuando su espada es bloqueada por un ataque conjunto de sus dos oponentes. Las miradas de los dos jóvenes perdieron todo brillo, y ambos con voz autómata y coordinada sentencian su condición a su oponente.

—Sincronización activada—

Attis sonríe.

Octavio se mantiene frente a Attis, usando los sentidos de Camila para mejorar su velocidad. Camila aprovecha esta ventana para desenvainar a sus espadas. Attis usa la arrolladora velocidad de su negra espada larga para intentar atravesar las defensas del general. Camila ataca por atrás con Cástor. Un corte rápido de la maligna espada de Attis la bloquea. Cástor y Pólux intercalaban ataques y hacían retroceder al cacique. Octavio bloqueaba todos los ataques con su escudo. Los felinos sentidos de Camila detectaban todos los movimientos de su oponente.

Pero Attis embiste y corta transversalmente. Ambos evaden. El cacique suelta su mano izquierda de su horrible espada y carga contra Camila. Mientras Octavio bloqueaba la espada negra la quimera recibía un brutal puñetazo en la cara. El dolor rompe la sincronización y ambos regresan a sus cuerpos.

Camila seguía aturdida cuando Attis continúa hacia ella. Attis embiste y Camila evade. Attis la golpea por segunda vez y ella cae sobre el muro del balcón. Se golpea en la cabeza, pierde la conciencia y queda fuera del combate.

Demasiado tarde llega Octavio para ayudar. El dolor que penetraba por el vínculo era demasiado. Lo distrae. Attis blande su malvada espada al ahora indefenso Octavio y con un solo corte le destruye el escudo. Las astillas cruzan todo el aire y su brazo izquierdo comienza a sangrar por los proyectiles. Una fracción de segundo después Attis realiza un corte que Octavio bloquea con su gladius, la espada corta sale volando y Octavio queda indefenso y desarmado frente a Attis.

—Les dije que no me podían derrotar— Attis ladra victoriosamente sobre Octavio, a quien le otorga un puñete en la cara que lo tumba al suelo. Entonces apunta su perversa espada al cuello del general y sonríe. —Ni siquiera el hijo de Melquior me puede derrotar—

Octavio estaba sin opciones. Orestes, Camila y él habían sido derrotados por este guerrero mucho más fuerte y experimentado. Estaba en el suelo y una espada le apuntaba a la cara. En su desesperación observa a Camila, quien también se hallaba inconsciente.

Sus entrañas se retuercen cuando por segunda vez ve a Camila sangrando. Se encontraba recostada en el muro del balcón, la sangre corría desde su nariz hasta su pecho y su armadura. Su nariz estaba rota. Apenas respiraba.

Octavio intenta levantarse con ira pero una patada lo clava nuevamente al suelo.

—Es una lástima que vayas a morir así— Exclama Attis.

Una imperiosa voz interrumpe por detrás la cruel escena. —A quien buscas, Attis, es a mí. Deja a ese chiquillo en paz— Lucio subía lentamente por las escaleras de la corona de la inmensa estatua. Su visera seguía abajo, y sus ojos negro sombra seguían ocultos tras ella. Su capa azul ondulaba por el frío viento.

Attis se olvida del indefenso Octavio y sus otras presas y concentra su atención en el rey Baltazar. Lucio desenvaina su espada real, Morta, con un enorme zafiro en el pomo. Mientras la luz atravesaba tal gema iluminaba todos los alrededores con una mística aura azul.


 

Yocasta estaba perdida dentro de la estructura en medio de la estatua. Dejaba que su ira la condujera por los virados pasillos y la hiciera subir por todas aquellas escaleras y rampas.

Su ira se calma cuando llega a la colmena. Un enorme hueco en el pecho de la estatua donde se posaban balcones, antorchas y fuegos rituales. Ella se encontraba en un balcón a enorme altura del piso. Abajo, en el piso, se encontraban los remanentes de una batalla campal. Encuentra una escalera. Es una delgada espira que llega hasta el cielo del hueco. Ella sube por las delgadas escaleras en espiral, y ahora, en la clavícula de Cibeles, atravesaba los serpenteantes pasillos del pecho de la diosa. Corría por los pasillos interiores, dejando su ira soltarse cuando encontraba a un enemigo. Hacía tiempo que había transgredido sus órdenes y que se había separado de su división. Pero ya no le importaba, ella continuaba haciendo valer su venganza.

Ella gira por una esquina. Un bárbaro la sorprende, pero sus reflejos, alimentados por la ira, fueron más rápidos y ella evade el hachazo. Yocasta contrarresta con un corte de su gladius que provoca una pequeña mancha de sangre en su cara. Y una muerte.

Continúa su paso de destrucción, y lo que encuentra son las mazmorras, protegidas pos dos brutales carceleros que inmediatamente se percataron de su presencia. Ella carga contra ellos, aún cegada por la ira, y los extermina a los dos sin darse cuenta de su propia acción. El camino no tenía salida, iba a volver por el mismo pasillo.

Pero oye un ruido proveniente de una celda. Arranca la llave de la cintura de un carcelero. Va hacia la robusta puerta de metal y mete la llave en el agujero. Desenvaina su espada.

Yocasta abre la puerta de golpe y se prepara para atacar al prisionero, pero en vez encuentra una escena aterradora.

Una joven de su misma edad estaba tirada en el suelo, con unas cicatrices aún en su nariz. Su cabello rubio espiga estaba despeinado, con unas briznas de tierra enmarañadas. Su piel color durazno estaba sucia, su ropa caqui ligeramente rasgada. Un muñón en vez de dedo meñique izquierdo. Parecía estar dormida, sin darse cuenta de la batalla a su alrededor. Rápidamente se despierta y le habla a su liberadora.

— ¿No eres un poco pequeño para un soldado imperial?— Contesta la joven Maya al darse cuenta de su rescate. Su voz estaba débil tras la extraña interrogación, ella desgastada por ejercer resistencia contra sus captores.

Yocasta siente cómo su ira desparece tras ver a Maya. La incontenible furia estaba desapareciendo y siente en su interior sus objetivos cambiar. Su esgrima desaparecía. Maya era de su misma edad, más ella estaba muy débil tras quedarse en esta prisión Dios sabe desde cuándo.

— ¿Vos de dónde venís?— Pregunta Yocasta al fin recuperando su voz, hasta ese momento oculta en su garganta por el terror a la inflamable ira. — ¿Sois romana?—

Maya ignora esas preguntas. — ¿Dónde está la señora Camila?— Maya se comienza a levantar, Yocasta envaina su espada. — ¿Dónde está el señor Octavio? ¿Ellos vinieron por mí?—

— ¿El general?— Pregunta ella extrañada ante una manera tan coloquial de referirse al legato y a su esposa. —Ellos deben estar cerca del frente, buscado al cacique- —

— ¡Tengo algo que decirles! — Maya interrumpe. — ¡Hay algo que tienen que saber! ¡El cacique está en la cabeza de la estatua! ¡Llévame allá pronto!—


 

Lucio carga contra Attis. Attis evade el golpe con un corte de su espada y contraataca por arriba del rey. Baltazar se mueve hacia la izquierda y evade el corte, toma un paso más cerca del cacique. Intenta una estocada. Attis le regala un codazo. Lucio se recupera y bloquea la espada con su escudo. Attis intenta recuperarse pero Lucio le clava su espada en la espalda.

Attis aúlla de dolor. No se detiene y continúa cortando todo el aire alrededor del rey hasta que Lucio finalmente lo bloquea. La Obsidiana destruye el escudo del rey. Astillas nuevamente vuelan por todo el aire.

La espada de Lucio se quedó clavada en la espalda de Attis, pero él no sangraba. Ni una gota de sangre, ni una expresión de dolor en su cara. Attis parecía no importarle el hecho de que una cuchilla de metal estuviese enterrada entre sus costillas.

Lucio estaba sin su escudo ni su espada, completamente desamado. Pero en ningún momento la duda se asienta en su mirada. Attis aprovecha y comienza a realizar cortes contra el joven rey. Lucio comienza a evadir. Prodigiosa velocidad. Attis no logra pegarle. Lucio se inclina hacia la derecha para evadir un corte.

Cada mano agarra una de sus jabalinas. Intercepta con ellas la sombría espada que le iba a venir de encima.

El viento sobre la enorme estatua comenzaba nuevamente a soplar, la capa de Baltazar danzaba contra la fresca brisa. Horrorosas aves de rapiña vuelan a todo su alrededor y desaparecen entre las frías murallas de la corona de la diosa.

Lucio intercala bloqueo de la demoníaca espada Obsidiana con su jabalina izquierda y sus inútiles intentos de herir a su oponente con su jabalina derecha. El cacique evadía todos los ataques del rey. Attis no lograba tocar la armadura de Lucio con su espada larga. Estaban demasiado parejos.

Attis realiza un corte transversal hacia Lucio. Lucio se agacha y mientras Attis queda indefenso por el corte fallido. Lucio se acerca y le atraviesa el pecho con uno de sus pilos. Attis solo se ríe.

Una luz irradia desde las escaleras y una suave brisa repentina refrescaba a Octavio, quien aún se intentaba levantar. Una suave voz grita hacia el combate ambos luchadores pausan sus ataques.

— ¡La espada lo vuelve inmortal!—Exclama Maya al llegar.

Attis se aleja de Baltasar. — ¡Conque el paladión se liberó! —

Yocasta y todos los oficiales de la Séptima legión que en la nuca de Cibeles estaban descansando suben tras la doncella. Aterrados todos encuentran a Octavio sentado en el suelo, soportando sus heridas mientras Lucio lo salvaba. Asustados encuentran a Orestes y Camila en el piso, lejos del duelo de los dos reyes.

Octavio se levanta y con horror reconoce la espada que Attis portaba. La reliquia de la inmortalidad, aquella cosa que él y Camila buscaron aquella horrible noche y no encontraron. El cacique ahora la portaba y la usaba cómo arma de guerra.

Por esa razón aquel animal sobrevivía tales caídas, tales cortes con su espada y tales punzones de las jabalinas. Era inmortal mientras esa espada portara.

—Esta pelea es personal— Exclama el rey azul ante la legión que lentamente subía por las escaleras. —Nadie se entrometa—

Lucio taclea a su oponente. Attis pierde el equilibrio. El rey aprovecha y extrae el pilo del pecho de su inmortal oponente. Evade un corte de retaliación de la negra espada. Un paso rápido. El rey se posa detrás de su oponente. Baltazar arranca su real espada de la piel de su oponente.

Se come un codazo directo de su oponente. Pierde el equilibrio. Attis lo guillotina. Lucio evade por poco. Le clava la espada en el pecho y la extrae con rapidez. El cacique falla otro golpe.

Lucio danzaba a su alrededor y le enterraba su navaja ante cualquier oportunidad. Attis parecía debilitarse.

Pero el pagano patea a Lucio y él cae al suelo. Todos los legionarios gimen de sorpresa. Attis guillotina. Lucio se revuelca y evade. Salta y taclea a su oponente. Attis intentaba resistirse. Lucio lo empuja. Un pequeño muro que a las caderas les llegaba los detiene.

Lucio apuñetea a Attis y lo intenta empujar por el balcón hacia el inmenso vacío. Attis se resiste. El rey insiste. Lucio entierra a Morta en el pecho de su oponente y lo debilita aún más. Extrae la espada azul.

Attis golpea a la espada real y ella cae dos metros tras Lucio, a los pies de Octavio. Lucio continúa su lluvia de puñetazos. Debía debilitar a su oponente. A tan poca distancia Obsidiana no puede ser utilizada. Attis se encuentra en una horrorosa desventaja.

Lucio efectúa el golpe de gracia.

Una poderosa patada distrae a su oponente. Lucio arranca a Obsidiana de las manos de su oponente. Inmenso dolor se posa en la cara del cacique. El rey lo empuja una vez más y el pagano no opone resistencia. Fluye tras la muralla del balcón y cae sobre la cabeza de la Diosa.

Se desliza sobre la estola de la diosa. Mancha con sangre la fría piedra. Cae al vacío.

Lucio tenía ahora la espada del rey en sus manos y la victoria a sus pies. —Reclamo esta espada cómo trofeo de mi victoria— Y caminando atraviesa la sorprendida legión y baja por las escaleras y desaparece de la batalla ganada.

Octavio voltea su mirada hacia su sangrante prometida, aún inconsciente en el suelo por el brutal puñetazo de su oponente. Maya estaba arrodillada a su lado y la picaba con su dedo para intentar despertarla. Pero él no se atreve a verla.

—Llévenla a ella y a Orestes a primeros auxilios— Ordena él mientras imitaba a Baltazar, caminaba lejos de sus consternados soldados y entraba nuevamente a la diosa.


 

Camila, ¿me viniste a visitar?

No vine por ti, vine a rescatar a Maya.

¿Por Maya? ¿Por qué te sacrificas tanto por ella?

Algo en ella me acuerda a ti.

No me sorprende. Ella es mi hija y mi hermana, una estrella caída igual que yo y Andrómeda.

¿Quién es ella verdaderamente?

Es parte humana, pero algo tiene más allá que cualquier mortal. Es una estrella, un ente caído del firmamento en tiempos inmemoriales para impedir la tragedia que va a suceder. La encarnación de la benévola voluntad del éter.

¿Qué tragedia quiere impedir?

La erradicación de la civilización.

¿Por qué iría a suceder?

Por qué las estrellas así lo desean.

¿Y por qué tú y tus hermanas nos quieren ayudar? ¿Acaso no son estrellas también?


No me quieres responder esa pregunta. Hay demasiadas cosas que quiero saber, demasiadas preguntas que quiero hacerte. Todas sobre ese extraño regalo que tú me legaste, este Fuego de Vesta, con lo que me salvaste la vida aquella noche años atrás.

En Roma había una llama dedicada a Vesta, diosa del calor del hogar. La llama Vestal ha estado encendida desde que Rómulo y Remo construyeron la ciudad. Esa llama es la pasión de Roma, es su esperanza. Mientras la llama exista, y el Paladión de Ilos siga ileso, Roma no caerá.

¿Paladión? ¿Aquella estatua robada de Troya para asegurar su caída?

Eneas la devolvió a los hijos de Troya, los llamados hijos de Marte, Los Romanos. Se guardó en el templo a Vesta, junto a la Llama Vestal. Los dos forman una columna sobre la que el imperio se soporta. Pero es ahora el hilo del que pende toda la civilización, todo aquello que amamos de la humanidad.

¿Y ahora esa llama se encuentra dentro de mí?

Tú eres la última Virgen Vestal. La última cuidadora de ese fuego de Roma. Ese fuego no solo ha aceptado tu custodia, ahora existe dentro de ti. Es parte de ti. Es esa llama zafiro que existe detrás de tu mirada, aquella chispa de pasión que aún existe dentro de los romanos para ver de vuelta a su madre Roma.

Pero no soy Romana, soy una amazona, igual que mi madre, Celeno y mis ancestros.

A Amazonia le aguarda el mismo destino que Roma, podrirse y destruirse a sí misma. ¿Dónde preferirías estar, sobre una pila de escombros o dentro de una torre al borde del colapso? De Amazonia viniste, pero ahora eres la última esperanza de Roma.

Odio a esas dos malas madres. En mi niñez me escabullía al cuarto de mi mamá, y oía de la guerra civil en la isla. Ella lloraba porque muchas de sus amigas se mataban entre sí, y ella atrapada acá sin poder hacer nada. Se sentía indefensa e impotente. Mi padre intentaba consolarla, mas ella llorando se dormía. Era horrible. Yo no quería que mi madre pasara por eso. Yo no quería pasar por eso. Amazonia para mí se volvió en aquella Medea que lentamente estrangula a sus propios hijos. No quería depender de ella, por eso la traicioné y me uní a Roma en mi niñez. Eso era Octavio para mí, mi oportunidad de un nuevo comienzo, de una nueva nacionalidad, una nueva esperanza. Quería ser romana, quería someterme a ese yugo y obedecer. Tras la muerte de mis padres abandoné a Castor y a Pólux, las espadas gemelas, porque no necesitaba de armas. Él y su nación me defendería.

…Mentira…

No puedes hacer que un podrido cadáver luche tus batallas. Octavio me falló esa noche, cuando finalmente su promesa me iba a cumplir. Todas mis esperanzas se quebraron como el cristal.

…desesperanza…

Octavio no podría defenderme. Estaba sola y traicionada.

…horror…

Me empalidecía y lentamente mi vida se apagaba.

…La horrorosa cicatriz en tu vientre…

La memoria es demasiado dolorosa para revivirla ahora. La cicatriz en mi vientre aún retumba ante esa remembranza. No quiero volver a pensar en eso jamás…

…Y finalmente el amanecer de la verdad…

Abandonada por mi segunda madre, y desnuda de toda esperanza aquella noche me quedé. Pero Octavio a mi lado se quedó, se quedó hasta el final, hasta que la fosforescencia de mis alrededores se confundió entre mis sueños y delirios, y en medio de las sombras de tal luz apareciste tú y me salvaste de la muerte segura. No podía depender de nadie, estaba sola. Por eso fue que finalmente acepté la propuesta de Celeno de volverme una guerrera amazona, de entrenarme en combate, espadas y lanzas. Pero entonces yo no sería amazona, ni romana. Yo sería algo nuevo, algo nacido de esas dos madres traicioneras. Un híbrido, parte león, parte serpiente, una criatura de contradicciones. Yo sería…

La Quimera

…Vesta me dio esta oportunidad de un nuevo inicio. Tú, Alcíone, me diste una nueva esperanza de vida esa noche. Soy la esperanza de aquellos niños abandonados. Soy el faro que ilumina ese sendero que tenemos que recorrer para encontrar una nueva esperanza. Soy la última Virgen Vestal.

Pero para salvar a tus nuevos hijos tendrás que encontrar la otra reliquia de aquel templo, la otra seguridad de Roma. Aquella cosa perdida por siglos, pero que solo tú podrás ahora encontrar. Algo que sólo tú puedes proteger.

El Paladión de Ilos. La llave del nuevo camino… Maya.

Maya es la marca de mi deshonra cómo Virgen Vestal. Yo estaba casada con toda la civilización, con la misma Roma. Concebir a Maya significó serle infiel a todos ustedes por sólo una persona. Cómo Amazonia y cómo Roma yo tampoco pude ser una buena madre. Quisiera poder remediarlo. Quisiera dejarte a Maya. Quisieras que tú fueras su madre en mi ausencia. De esa manera cuando la eternidad termine, cuando sea liberada de mi prisión en este bosque y regrese a las estrellas que iluminan el cielo, sea en paz.

Acepto tu responsabilidad, Alcíone. Maya está en buenas manos.

En la eternidad esta es mi prisión, mi castigo por todos mis pecados y mi único anhelo ante lo infinito. Alcíone es mi nombre. Soy la Tercera Pléyade, ninfa del bosque maldito de Cibeles, Andrómeda atada a este peñasco. Yo soy el bosque maldito, y hasta el fin de los tiempos aquí me quedaré. Ojalá la humanidad algún día me perdone por todo…

… Amén.


 

Camila despertó unas horas después, y casi destripa de un abrazo a Maya cuando a su lado la ve. Las enfermeras no entendían tanta felicidad. Camila se levanta y escapa de la tienda médica, y en vez se aleja de la legión y acampa con Maya a los pies de la monstruosa deidad.

Ya era de noche cuando Octavio las encuentra, y a Camila no le gustó ser detectada por ese malandrín. Ambas acampaban amparadas por una pequeña fogata, ambas compartiendo un poco de comida que Camila se había robado de la carreta de provisiones. Comían mejor que el mismo general.

Octavio observa a Camila con detenimiento. Encuentra una horrorosa marca nueva en su cara, su nariz ahora se encontraba doblada hacia la derecha. Las cicatrices en su cara se continuaban acumulando.

—Maya— Pregunta Octavio acercándose a la huérfana, —necesito de tu ayuda, ¿me responderías una pregunta que quiero hacerte? —

— ¡Por supuesto, mi señor!— Maya inmediatamente emite una malsana luz de alegría que retuerce los intestinos de Octavio. — ¿Cómo lo puedo ayudar? ¡A mí me gusta ayudar a las personas, yo soy una persona muy ayudadora!—

— ¿Fueron estos los mismos bárbaros que atacaron tu pueblo natal, Antares?—

Pero la respuesta no pudo ser más aterradora.

— ¿De qué estás hablando?— contesta Maya sin borrar su disonante sonrisa. — ¡Les dije que los que atacaron Antares fueron romanos con unas armaduras naranjas!—

Si no lo hubieran oído ellos no lo hubieran creído. Armaduras naranja. Romanos. Sólo una respuesta podía encajar con todos esos detalles.

—Flammanos del carajo— Maldice Octavio. — ¿Qué habrá pensado mi padrino para hacer todo esto?—

No tuvo tiempo de esperar una pregunta. Porque la noche se enciende de antorchas. El suelo bajo sus pies comenzó a bailar cómo poseído por un ritmo imperceptible. Los pálidos hongos a su alrededor se disolvían en el aire. Sus esporas volaban sobre ellos, se mezclaban con el fuego fatuo.

Un viento huracanado sobre ellos corta. Un remolino de luces y condenadas esporas.

Camila se levanta, en su pecho una extraña luz brillaba. El relicario que Octavio le había regalado estaba brillando, su fulgor comparable al de una estrella en el firmamento. Enloquecida ante tanto poder Camila se quita el relicario y este cae hacia arriba, hacia el vórtice del huracán de esporas.

La luz del relicario se come todas las esporas. El huracán es consumido por la estrella terrenal. La Luz se extingue y el relicario cae al suelo inofensivo. Octavio, Camila y Maya caminan con cautela hacia la mágica gema y casi esperan a que explote.

Camila se agacha para agarrar, pero Octavio la detiene y es él quien agarra el relicario y lo levanta nuevamente. Estaba caliente, pero nada le había pasado. ¿Había sido todo una ilusión? Octavio se apresura a abrir el relicario, pero una fiera mano lo detiene.

— ¡No lo hagas!—

Camila le arranca el relicario de las manos y se lo amarra nuevamente al cuello.

Legionarios de ambas naciones los rodeaban consternados. — ¡Señor! ¿Sabe acaso que sucedió?— Pregunta Orestes en nombre de todos los soldados.

—No, no sé— Contesta Octavio igualmente asombrado.

El maldito Bosque de Andrómeda había desaparecido, y en su lugar quedaba una fértil llanura. Todos los pálidos hongos se esfumaron en el remolino. El relicario se los había comido. Sólo quedaba en medio de la llanura las antiguas ruinas y la inmensa estatua, quienes ahora comenzaban al fin a desaparecer después de eones de congelamiento.

—Al menos ya no hay Andrómeda— Se dice Octavio a sí mismo.

—Ahí es donde te equivocas— Interrumpe una serpentina voz, que solo parecía poder escuchar él. Tal es el horror que esa voz provoca que Octavio paralizado se queda, pero nadie sospechaba el terror que por él pasaba. — ¡Yo soy la verdadera Andrómeda, y estoy más viva que nunca!— Una risa de demencia completa retumba en sus oídos.

Y nadie se percató que entre las esporas que flotaban y el huracán que desaparecía una solitaria estrella, atrapada en el bosque, volvía al firmamento.


 

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